miércoles, 26 de febrero de 2014
Cartas a un joven poeta - Rainer Maria Rilke Epub
Las «Cartas a un joven poeta» son un libro «distinto». Durante más de veinte años tuvieron un único lector. Publicadas por él en 1929, tres años después de la muerte de Rilke, han sido leídas y releídas por centenares de miles de lectores a lo largo del siglo. Su título debería ser, quizá, «Cartas al aprendiz de hombre», porque tal es su tema: ¿cómo llegar a ser lo que estamos llamados a ser?, ¿cómo entrar en contacto con la inmensa energía que habita en lo inconsciente?, ¿cómo transformar la conciencia de tal forma que se convierta en conciencia poética, creadora, capaz de captar la belleza y la grandeza de lo real? Porque «poeta» y «hombre» para Rilke son dos palabras que quieren y tienden a ser sinónimas. Quizá el secreto de este libro fascinante sea, en realidad, su tono. Al leerlo, contagia aquella vibración dulce, serena, íntima, acogedora, abierta al Todo sin ansiedad ni preocupación y hace sentir al lector su propia vibración y realidad en medio de la fantasmagoría masiva y quimérica de la existencia así llamada normal. El lector encontrará en estas cartas, escritas a lo hondo y único de cada ser humano, una presencia, una compañía y una dulzura inolvidables. No se cansará de leerlas y releerlas, especialmente en ciertos momentos de su vida. Porque en ellos, quizá cuando más lo necesite, estas cartas y su autor le recordarán, le harán sentir, quién es, en realidad.
Una de las palabras y de mayor sensinbilidad a mi parecer son la siguientes.
Yo creo que casi todas nuestras tristezas son momentos de tensión que nosotros percibimos como parálisis, porque ya no sentimos la vida de nuestros sentidos alienados. Porque estamos solos con el extraño que se nos ha introducido; porque, por un momento, se nos arrebata todo lo habitual y lo que nos inspiraba confianza; porque nos encontramos en una encrucijada donde no podemos permanecer.
Por ello, también la tristeza pasa: lo nuevo en nosotros, lo que nos ha llegado, se ha introducido en nuestro corazón, ha llegado a su cámara más recóndita y tampoco está allí; se encuentra en la sangre. Y no experimentamos qué ha sido. Se nos podría hacer creer fácilmente que nada ha ocurrido y, sin embargo, hemos cambiado como cambia una casa en la que ha entrado un huésped. No podemos decir quién ha llegado, tal vez no lo sepamos nunca, pero muchos indicios hablan del futuro que acaba de entrar para transformarse en nosotros, mucho antes de que acontezca y se manifieste.
Por eso es tan importante estar solo y atento cuando se está triste; porque el instante aparentemente perplejo y vacío de acontecimientos en el que nuestro futuro nos alcanza, está mucho más próximo a la vida que aquel otro, ruidoso y fortuito, en que se nos presenta como venido de fuera.
Cuanto más silenciosos, pacientes y abiertos nos mantengamos en la tristeza, más profunda y certeramente se introducirá lo nuevo en nosotros, mejor lo heredaremos y en mayor medida será nuestro destino. Y cuando un día lejano, «se realice» (es decir, cuando pase desde nuestro interior hacia los demás), lo sentiremos cercano y familiar en lo más íntimo.
Sólo una cosa nos es necesaria. Y es que nada extraño nos ocurra, nada que no sea aquello que desde hace mucho tiempo nos pertenece (y hacia aquí se orientará poco a poco nuestro desarrollo). Ya se ha tenido que modificar la noción de movimiento; poco a poco se llegará también a reconocer que lo que llamamos destino surge de los seres humanos y que no les viene de fuera. Sólo porque muchos no absorbieron el destino ni lo transformaron en sangre propia mientras vivía en ellos, no lo reconocieron cuando surgió de ellos; les era tan extraño que, en su alocado espanto, consideraron que había tenido que llegarles justo entonces, pues juraban y perjuraban que nunca habían encontrado antes algo similar en sí mismos. De la misma forma que nos hemos engañado durante largo tiempo sobre el movimiento del sol, también seguimos estando equivocados acerca del movimiento del porvenir. El futuro permanece firme, querido señor Kappus, pero nosotros nos movemos en un espacio infinito.
¿Cómo no había de sernos difícil?
Y si volvemos a hablar de la soledad, se hará más claro que, vista de cerca, la soledad no es algo que se pueda dejar o tomar. Somos soledad. Uno se puede equivocar en esto y hacer como si no fuera así. Esto es todo. No obstante, es mucho mejor reconocerlo y, lo que es más, vivir a partir de tal reconocimiento. Ciertamente, nos dará vueltas la cabeza, pues todos los puntos donde nuestros ojos descansaban nos habrán sido arrebatados; ya no habrá nada que esté cerca, y todo lo lejano estará infinitamente lejos. Aquel que, sin preparación ni tránsito, fuera trasladado de su habitación a lo más alto de una montaña, sentiría algo semejante: una inseguridad sin par, un sentirse a merced de lo innombrable casi lo aniquilarían. Llegaría a pensar que se cae, a creerse arrojado fuera del espacio o a verse reducido en mil pedazos. ¡Cuántas grandiosas mentiras no tendría que contarse su cerebro para poder abrazar la situación y explicarla a sus sentidos! Y así se modifican todas las distancias y medidas para quien se convierte en un solitario. Muchas de estas metamorfosis son súbitas, y como en aquel que repentinamente se encuentra en lo alto de un monte, surgen extrañas fantasías, sensaciones tan extrañas que parecen haber crecido más allá de todo lo soportable. Pero es muy importante que vivamos también esto. Hemos de aceptar nuestra existencia tan ampliamente como nos sea posible. Todo, incluso lo inaudito, ha de ser posible. Esto es lo fundamental, el único valor que se nos exige: ser valientes ante lo más extraño, maravilloso e inexplicable que nos pueda acontecer. Que los seres humanos sean cobardes en este sentido, causa un daño infinito a la vida; las experiencias que llamamos «apariciones», todo el llamado «mundo de los espíritus», la muerte, todas estas cosas tan emparentadas con nosotros, hasta tal punto han sido expulsadas de la vida por un rechazo realizado día a día, que los sentidos con los que podríamos percibirlas, se han atrofiado. Para no hablar de Dios. Pero el miedo ante lo inexplicable no sólo ha empobrecido el ser del individuo, sino que también las relaciones de persona a persona se han mutilado por su causa, como si se las hubiera extraído del cauce de las infinitas posibilidades para ser llevadas a una orilla baldía, en la que nada ocurre. Pues no sólo la indolencia hace que las relaciones humanas se repitan en cada caso de forma tan indeciblemente monótona y repetitiva, sino que existe también otra causa: el temor a cualquier acontecimiento nuevo, imprevisible, ante el que no se cree estar a su altura. Pero sólo quien está dispuesto a todo, quien no cierra la puerta a nada, ni siquiera a lo más enigmático, vivirá la relación con el otro como algo vivo y ahondará en sí mismo. Pues si concebimos la naturaleza del ser individual como una habitación más o menos grande, veremos que la mayoría sólo conoce una esquina, una ventana, una franja por la que repetidamente va y viene. Así se tiene una cierta seguridad
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